martes, 9 de diciembre de 2008

RESACA


Russia in color, a century ago












BUENOS AIRES IN COLOR, A THREE YEARS AGO




Sergei:

"Cuando sos chico todo viaje se te queda incrustado en el cuerpo como una cicatriz. Una marca hermosa para lucir con la luz de la tarde."


domingo, 19 de octubre de 2008

La Máquina CE, Modelo NR-1





La Máquina CE, Modelo NR-1


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A. Dneprov

La discusión versaba sobre las ilimitadas posibili­dades de la técnica moderna. Habíamos empezado por las neveras y los automóviles, para pasar gradualmente a los televisores, los aviones a reacción y los cohetes dirigidos. Cada uno de los presentes hablaba como si fuera un eminente especialista en la materia, a pesar de que el nivel del diálogo no superaba los suplementos ilustrados de los periódicos dominicales.

Como es natural, no podíamos olvidar la cibernética. Hablábamos de esta nueva ciencia casi a media voz, tí­mida y misteriosamente, como se hacía cincuenta años antes con el hipnotismo, o cien años más atrás, con los espectros. En especial, el hecho de que la cibernética existiera y de que ya existieran máquinas cibernéticas, había acalorado poco a poco a los interlocutores.

—Nosotros las construimos, nosotros —susurraba con entusiasmo el hombre rubio y alto de la usada cami­sa azul. Extendió hacia delante las manos y separó los gruesos dedos-—. Mirad, todos los dedos están cubiertos de manchas rojas. Es el estaño. De la mañana a la noche no hago otra cosa que soldar esas malditas máquinas. Hilos, válvulas... Vistas por dentro, parecen una tienda de radios. Y pensar que todo eso funciona. ¡Técnica! Pueden derribar aeroplanos, o adivinar con quién te vas a casar...

—Trastos viejos, amigo. Trastos viejos —afirmó, con voz ronca, el vagabundo calvo y tétrico, que movía ab­surdamente las manos sobre el sucio encerado—, Esos trastos no sólo predicen con quién te casarás, sino que nombran a los gobernantes. El año cincuenta y dos, una bestia electrónica llamada «Univac» ha elegido al gober­nador del Estado de Nevada. Eso significa algo más que elegir esposa; se trata, se diga lo que se diga, de un superior.

— ¿Es verdad, como dicen, que la policía tiene una máquina que indica dónde y cuándo los muchachos se proponen dar un golpe? Dicen que cuando los muchachos van a hacer un trabajito, ya hay alguien que los espera, amigos —pió, riéndose a carcajadas, un tipo sospechoso de gafas negras.

—Es cierto. Existe. Tanto los tribunales como la po­licía están armados de máquinas semejantes. Son algo increíble. La máquina te hace algunas preguntas estúpi­das, y tú sólo tienes que contestar «sí» o «no». Sólo el diablo sabe dónde debe estar el «sí» y dónde debe estar el «no». Porque te pregunta cosas como: « ¿Querrías visi­tar la luna?» «Cuando eras niño, ¿te han mordido los perros?»... Después de que has esparcido a gusto casi un centenar de estos «sí» y estos «no», la máquina dice; «Pónganle las esposas. Le esperan diez años de trabajos forzados.» Y ya está. Será nuestra ruina —murmuró el vagabundo pelado—. Muy pronto todas esas máquinas ocuparán nuestro lugar. Vivirán por nosotros. Se bebe­rán la cerveza. Irán al cine. Lo harán todo ellas solas...

—Son máquinas inteligentes. Geniales. Restablecerán sobre la tierra el orden y el bienestar. El caos desapa­recerá, los negocios florecerán —declamó, inspirado, el borracho intelectual, que destacaba de la masa de vagabundos a causa del frac que había conservado, no se sabe cómo.

— ¿Qué has dicho? ¿El caos desaparecerá y los nego­cios florecerán? No te vayas a creer que somos todos unos críos. Entiendes tú tanto de electrónica como yo de capar ratones. Esto no sucederá nunca, es inútil que confíes en ello.

El gamberro gordinflón, de fisonomía cubierta de pelo rojo, habló con pasión.

— ¿Y quién es éste, si se puede saber? ¿Claud Shennon o Norbert Wiener? —preguntó sarcásticamente el in­telectual.

—Ni Wiener, ni Claud. La electrónica la tengo yo aquí —se frotó, expresivamente, con la palma de la mano el cuello, mojado de sudor.

—Le han puesto una multa porque no había pagado el impuesto de la radio —se burló el tipo de gafas oscuras.

—O le han echado dos meses a la sombra por vender válvulas electrónicas fundidas.

—Se equivocan, caballeros. Si les interesa, conozco demasiado bien estas malditas máquinas electrónicas. Demasiado bien, pueden...

—Eh, se diría que has estado metido en algún asunto sucio —intervino el borracho pelado.

—Peor —musitó lúgubremente el propietario de la cara bermeja, acercándose al grupo—. Me llamo Rob Day. Quizá hayan oído ese nombre. He salido una vez en el cine.

—No, nunca lo he oído —dijo el intelectual.

—No tiene importancia. Ahora ya no me fío ni en sueños de las máquinas electrónicas.

Rob Day, con profundo descorazonamiento, sorbió su Whisky.

—Cuéntanos algo, cómo ellos te han... —se interesó el tipo de las gafas oscuras.

—Existe en nuestro bendito país una empresa indus­trial que hace publicidad de máquinas electrónicas para uso privado e individual. Se trata, por así decirlo, de máquinas caseras, cuya obligación es hacernos menos pesada la vida. En un domingo lleno de sol se lee el periódico: «Querido señor, si precisa la compañía de un buen interlocutor, si se halla solo y necesita una compañera y si le sirve un buen consejo para enderezar sus negocios tambaleantes, escríbanos. Los hermanos Crooks y su personal de expertos ingenieros le ofrecen sus servicios. Díganos sus necesidades y nosotros le proporcionaremos una máquina electrónica que piensa, ca­paz de llenar cualquier hueco de su vida particular. A buen precio, segura y con garantía. Esperamos su pe­dido. Con nuestra mejor estima, Hermanos Crooks y Co.» Cuando leí este anuncio, tenía algo de dinero, suficiente para que un joven soltero pudiese llevar una existencia decorosa. Y de pronto me puse a reflexionar. La máquina electrónica te elige la esposa. La máquina elige al go­bernador. La máquina atrapa a los ladrones. La máquina redacta guiones cinematográficos. Todos hablan de lo mismo: esto lo ha hecho la máquina electrónica, aquello ha sido posible gracias a la máquina electrónica, esto sólo lo podrá hacer la máquina electrónica. En resumen, la máquina electrónica es algo parecido a la lámpara de Aladino de Las mil y una noches. Bajo la sugestión de estas ideas, decidí dirigirme a los hermanos Crooks a fin de encargarles algo para mi propio uso. Mis nece­sidades eran limitadas y muy simples: una máquina electrónica que pueda darme consejos en operaciones financieras. Quiero hacerme rico. Punto. ¿Qué les parece? Un mes más tarde se detuvo frente a mi casa, en la calle 95, un camión con una caja enorme que contenía algo parecido a un piano vertical. Entraron dos tipos en mi casa.

«— ¿Vive aquí Rob Day?

—Sí, yo soy.

»—Por favor, ¿dónde la podemos dejar?

«Acompañé a los muchachos a mi casa, donde instalaron la máquina.

»— ¿Cuánto cuesta? —pregunté.

»—Diez mil dólares.

»— ¿Están locos? —grité.

«—No, señor. Es su precio. Pero el dinero no lo que­remos ahora. Sólo pagará cuando se haya convencido de que la máquina funciona a plena satisfacción.

»— ¡Diablos! Entonces que se quede... Enséñenme aho­ra el modo de usarla.

»—Es muy sencillo, señor. Además de los esquemas analíticos, se han instalado en esta máquina cuatro ra­diorreceptores y un televisor. Estos aparatos escucharán todas las transmisiones durante las veinticuatro horas del día, Deberá introducir cada día, en la ranura alar­gada debajo del pupitre, tres diarios por lo menos. La máquina le prestará asesoramiento financiero sobre la base de un delicado análisis de todas las informaciones de la situación económica y política del país.

»—Muy bien. ¿Y las operaciones financieras? —pre­gunté.

»—Durante una semana, la máquina analizará toda la información. Luego podrá usted ponerse a trabajar. Ob­serve este teclado con números. Sólo tiene cinco regis­tros. El más alto corresponde a los centenares de mi­llares de dólares; el de abajo, a las decenas, y así suce­sivamente. Supongamos que desee usted invertir cinco mil dólares. Marca usted este número en el teclado y con el pie aprieta el pedal. Por la ranura de la derecha saldrá una tira de papel con el consejo impreso sobre cómo emplear la suma indicada para obtener el máximo beneficio.

»Como pueden ver, nada más sencillo. Los muchachos prepararon y montaron la máquina CE modelo núme­ro 1, pusieron el enchufe en la toma de corriente y se marcharon.

— ¿Y qué es CE? —preguntó alguien.

—Quiere decir consejero electrónico. Confieso que es­peré con impaciencia a que terminara la semana. Metía diariamente los tres periódicos en el teclado, escuchaba, maravillado, el ruido del papel en el interior, observan­do luego cómo los periódicos salían proyectados por detrás, completamente revueltos. La bestia se los leía de cabo a rabo. En su interior se oía un murmullo se­mejante al de una colmena. Por fin llegó el día suspirado, en el que mi consejero habría asimilado los informes necesarios. Me acerqué al teclado, pensando qué podría hacer. Como no soy tan estúpido como para invertir de golpe una fuerte suma, pulsé tímidamente la tecla que marcaba «un dólar». Luego apoyé el pie sobre el papel...

»No tuve tiempo de reaccionar, pues ya salía por la ranura lateral una cinta telegráfica con la siguiente fra­se: "A las siete de la tarde, en la esquina de la calle 95con la calle 31, en el bar Universo, invitar una cerveza a Jack Linder."

»Así lo hice. No sabía quién era Jack Linder. Pero cuando entré en el bar, sólo oí hablar de él: "Jack Linder es afortunado. Jack Linder es un muchacho de corazón. Jack Linder tiene un corazón de oro." Un minuto des­pués sabía ya el motivo de toda esta adulación. Jack Linder había heredado de un cierto pariente australiano. Estaba de pie, apoyado en el mostrador con una sonrisa satisfecha. Me acerqué a él y le dije:

»—Señor, permítame que le invite a una jarra de cerveza.

»Y sin esperar la contestación, le puse delante una jarra de un dólar.

»La reacción de Jack Linder fue pasmosa. Me abrazó, me besó en ambas mejillas, y metiéndome un billete de cinco dólares en el bolsillo, declaró, con toda seriedad: »—Por fin he encontrado entre esta pandilla de friega platos un hombre de bien. Toma, hermano, toma, no hagas cumplidos. Te lo doy por tu buen corazón.

»Dejé el bar Universo con lágrimas de emoción, muy complacido por la inteligencia de aquella bestia CE, mo­delo número 1.

«Después de esta primera operación, mi fe en la má­quina creció notablemente. A la vez siguiente, marqué diez dólares. La máquina me aconsejó que comprase cinco paraguas y que fuese a un usurero, cuya dirección me dio. Aquellos paraguas me fueron arrancados de las manos por la mujer del usurero, la cual me pagó veinte dólares. En su apartamento, en el terrado, habían estallado las tuberías de agua y el municipio se había negado a repararlas porque los inquilinos no habían pagado el alquiler.

Transformé luego ciento cincuenta dólares en cua­trocientos de la manera siguiente: La máquina me había ordenado que fuese a la Estación Central y que me tum­base sobre las vías delante del rápido con destino a Chicago. Estuve un buen rato indeciso antes de decidir­me a dar este paso. A pesar de todo, fui y me tumbé. No es una sensación muy agradable el notar sobre la cabeza el rombo de la locomotora eléctrica. Se oyeron dos toques de campana, el tren dio la señal, pero yo per­manecí tendido. Llegó un agente corriendo.

»— ¡Levántate, vagabundo! ¿Qué haces aquí?

»Yo seguía inmóvil, mientras mi corazón palpitaba como si quisiera salírseme del pecho. Empezaron a ti­rar de mí, pero yo me resistía. Me dieron patadas, mien­tras me agarraba con las manos a los carriles.

»— ¡Sacad fuera de la vía a este cretino! —gritó el maquinista.

— ¡Por su culpa, el tren lleva ya un retraso de cinco minutos!

Muchas personas se me echaron encima a la vez y me llevaron en vilo a la comisaría de la estación. El enjuto guardia me puso una multa de ciento cincuenta dólares exactamente.

»—Vaya —pensé—, ése es el CE modelo número 1.

»Salí de la comisaría como un perro apaleado, cuan­do, de repente, me vi rodeado por una masa de gente.

»— ¡Es él! —gritaban—. ¡Llevémosle en triunfo!

»—Pero, ¿por qué? —pregunté—. ¿Qué he hecho?

»— ¿Y lo preguntas? De no ser por ti, todos estaría­mos hechos polvo.

»—Pero, ¿de qué se trata?

»—El tren de Chicago ha retrasado su marcha. A la salida de la estación, los raíles estaban arrancados. Cin­co minutos antes... ¡Viva nuestro salvador!

»Entonces comprendí lo ocurrido y dije:

»—Señoras y señores. Los vivas están bien. Pero me han multado con ciento cincuenta dólares...

»Inmediatamente, cuantos estaban a mi alrededor em­pezaron a meterme dinero en los bolsillos. En casa los conté. Eran exactamente cuatrocientos dólares, ni más ni menos. Acaricié tiernamente los costados calientes de mi máquina CE modelo número 1 y, con un trapo, le qui­té el polvo. Luego marqué cinco dólares y apreté el pedal. El consejo fue el siguiente: "Ponte inmediatamen­te un traje nuevo, vete al puente de Brooklyn y salta al río Hudson entre el quinto y el sexto pilón".

»Después de todo cuanto había pasado en la Estación Central, ya no temía nada. Al caer la tarde encontré una tienda de trajes confeccionados en la Quinta Avenida y allí compré lo más elegante que tenían. Me vestí como para una boda y me dirigí al puente de Brooklyn. Al inclinarme sobre el parapeto y mirar hacia la oscuridad, entre la cual corrían las sucias aguas del Hudson, sentí un escalofrío en la espalda. Aquello era mucho más te­merario que tumbarse sobre unos raíles. Pero sentía aún una ilimitada confianza en mi máquina, por lo que, cerrando los ojos, me tiré abajo. Entonces pasó algo inverosímil. A través de los párpados semicerrados me vi inundado por una brillante luz. Todo se incendió de pronto a mi alrededor y, pocos segundos después, caí sobre algo blando y elástico, luego salté por el aire, volví a caer, me golpeé de nuevo y quedé colgado en el aire. Abrí los ojos y descubrí que estaba enganchado en una espesa red tendida entre los pilones del puente. Desde la parte inferior del puente era iluminado por potentes reflectores, junto a los cuales se adivinaban sombras humanas. Al fin alguien gritó por un altavoz:

«—Muy bien. Brillantísimo. Suba aquí.

»Me arrastraron hacia arriba y empezaron a felici­tarme. Luego apareció un tipo que me entregó un pa­quete de billetes.

»—Tenga —dijo—. Dentro de ocho días vaya a ver al cine Homunculus la película con su participación en calidad de suicida. Aquí tiene 1.500 dólares. Después de la proyección del film se le entregarán otros 500.

»Durante una semana entera asistí a todas las pro­yecciones del cine Homunculus para verme en mi papel de suicida. Pero los otros 500 dólares nunca los vi. Me dijeron que me había admirado justamente por esa suma.

»Algún tiempo más tarde vinieron a visitarme los re­presentantes de la firma Hermanos Crooks y yo pagué con alegría el precio de mi máquina electrónica. En lo sucesivo se transformó, por decirlo así, en algo mío en alma y cuerpo.

»La siguiente operación que realicé por consejo de la máquina electrónica fue mi matrimonio con una vieja dama de Park Avenue. El matrimonio me había costado mil dólares. Cinco días más tarde, la dama murió, deján­dome un cheque de cinco mil dólares. Invertí esa suma en un viejo rancho medio derruido. Por él cobré del Gobierno, una semana más tarde, quince mil dólares: en aquel terreno debían construir la quinta sección de un campo de tiro atómico. Por aquella cantidad compré a un canadiense cangrejos del océano Pacífico, que re­vendí inmediatamente por treinta mil al restaurante Ritz. Por un verdadero milagro mis cangrejos eran los únicos de todas las partidas existentes en el mercado que poseían un grado de infección radioactiva consen­tido por la ley.

»Tras todas estas afortunadas operaciones, decidí ha­cerme millonario. Un día, después de haber rezado, mar­qué en el teclado de mi consejero una cifra con cuatro ceros que representaba todo mi capital en aquel mo­mento. Luego apreté el pedal. No olvidaré nunca aquella tarde.

»La cinta no podía salir, ignoro el motivo. Por fin se pudo ver una esquinita, que volvió a desaparecer inme­diatamente. En el interior de la máquina se oía un es­truendoso zumbido. Finalmente, cuando ya estaba a punto de perder la paciencia, salió la cinta con el consejo que recordaré mientras viva: "Quema en la chimenea todo el dinero que tengas."

»Me rasqué mucho rato la cabeza, pensando si debía seguir o no el consejo de la máquina. Pero tenía una fe demasiado ciega en mi máquina. Después de haber re­flexionado largamente, empaqueté con un cordel todos mis dólares, encendí la chimenea y arrojé el dinero al fuego. Sentado allí delante, mirando corno mi dinero se transformaba en cenizas, esperaba, agradablemente tur­bado, que sucediese el próximo milagro de la serie. Un milagro que no podía ni siquiera imaginar, cuando mi máquina inteligente ya lo sabía todo, la base del análisis de la coyuntura política y económica.

»E1 dinero se quemó tranquilamente. Había removido las cenizas con un bastón, pero el milagro no se produ­cía. Ya vendrá, ya vendrá, seguro, pensaba, caminando, agitado arriba y abajo por la habitación y frotándome nerviosamente las manos.

»Pasó una hora, luego dos, y el milagro no se produ­cía. Me quedé perplejo junto al teclado. Dije:

»— ¿Y bien? —No obtuve respuesta—. Espabílate. ¡Devuélveme mi dinero!

»La máquina continuaba observando un silencio sos­pechoso. En realidad, no sabía hablar. Entonces perdí por completo la cabeza y marqué en el teclado la misma suma que ya no poseía. Cuando apreté el pedal, sucedió una cosa bastante desagradable. Salió la cinta telegráfica completamente cubierta de ceros. Ceros ininterrumpidos, sin una palabra que tuviese sentido. Enfadado, empecé a golpear la máquina con el puño, luego lo hice con los pies, pero no se detenía. Sólo salían ceros. Esto me puso en un estado de furor tal que cogí la reja de fundición con la que se cierran las chimeneas y con ella empecé a golpear fuertemente al consejero electrónico. Volaron astillas, la cinta se detuvo y la máquina se paró de golpe. Y yo, desesperado, seguí golpeando hasta que, sobre el pavimento, sólo quedó un montón de chatarra, astillas de cristal y una masa informe de hilos eléctricos.

»Me dejé caer sobre el diván y, con la cabeza entre las manos, grité como una pantera herida, maldiciendo a todo y a todos, empezando por las válvulas de radio y terminando por los consejeros electrónicos construidos con ellas. Durante este ataque de delirio, lancé una ojea­da a los restos de mi máquina y advertí un trozo de cinta lleno de letras. Por unos momentos creí enloque­cer cuando leí lo que estaba impreso, y que aquella bestia electrónica no me había hecho saber: "Véndeme, añade la suma que consigas a todo lo que posees y compra en Hermanos Crooks y Co. la máquina perfeccionada CE modelo número 2."

— ¿Y por qué dices que la máquina no te lo quería decir? —Preguntó a Rob el borracho calvo, el cual, mien­tras escuchaba el increíble relato, había recuperado la sobriedad—. Podría suceder que, sencillamente, se hu­biese estropeado.

—Pues es verdad, el diablo se la lleve, no quiso. Me aconsejó adrede que quemase el dinero para que yo no la vendiese. Pero no había tenido en cuenta mi carácter. Los periódicos no escriben esas cosas.

—Es extraño —observó el intelectual del frac—. Se diría que no quiso separarse de usted.

—Precisamente. Me había tomado mucho afecto. En los últimos tiempos, cuando la fortuna me era tan par­ticularmente favorable, le hacía la corte como a una novia. La tenía envuelta en una cubierta de seda. Cada día le quitaba el polvo. Compré incluso algunas macetas con palmas y las puse a su alrededor para que se sin­tiera a gusto. En vez de tres periódicos, se leía diez. Y miren el resultado. Como consecuencia de la nueva co­yuntura política y económica, yo debería haberla vendi­do y comprado la nueva y perfeccionada CE modelo número 2, pero la muy canalla, con su egoísmo despia­dado, me engañó.

—Ese es el siglo en que vivimos —sentenció el mu­chacho de la camisa azul—. Ya no se puede fiar uno ni de las máquinas electrónicas...

Con profundos suspiros, todos empezaron a marchar. Rob Day fue el último.



Sobre la ciencia ficción rusa

"Dos rasgos fundamentales del carácter ruso, la prefe¬rencia por lo maravilloso y por la libertad, se manifies¬tan en la ciencia-ficción soviética. Sus raíces ahondan profundamente en la vida social y política de la Rusia anterior a 1917. Desde 1911, mucho antes de la aparición de revistas especializadas americanas, se publicaba mensualmente en Rusia una revista de ciencia-ficción, El mundo de las aventuras. Ricamente ilustrada, impresa en buen papel, la revista se nutría principalmente de traducciones. En ella fueron dados a conocer Julio Verne, Robida, Wells, Paul d'Ivoi y muchos otros autores ale¬manes, italianos y polacos.
El mundo de las aventuras publicaba también traba¬jos inéditos de autores rusos de ciencia-ficción, como Alasantrev y Pervuchin, En 1912 ofreció las primicias de un notabilísimo cuento de ciencia-ficción, escrito por uno de los principales autores rusos de la época, Alejan¬dro Kuprin. Este relato, titulado El sol líquido, resulta, aun en nuestros días, de una modernidad extraordinaria. Está basado en la idea de licuefacción de la luz y la constitución de un líquido formado por fotones de ener¬gía, y no por moléculas de materia. Por otra parte, pa¬rece que un líquido de esta naturaleza existe, efectiva¬mente, en algunas estrellas. Sin contar con que la con¬quista de la energía solar, como se la imaginaba Kuprin, está a punto de convertirse en realidad actualmente. Los más recientes satélites artificiales están alimentados con energía solar.
La revolución del 1917 dio vida en seguida a una abun¬dante literatura de ciencia-ficción, de carácter extremadamente utópico. Pero su base era netamente soviética, porque el torrente de traducciones se había suspendido por la interrupción de las relaciones con Occidente. El mundo de las aventuras, sin embargo, continuó apa¬reciendo, aunque en un papel menos elegante. Mientras tanto, otras revistas de ciencia-ficción, como El Buscador Universal, entraron en liza. Y se multiplicaban las no¬velas, publicadas, no sólo en la URSS, sino también en el extranjero. Ilja Eremburg, por ejemplo, el más célebre, quizá, de los escritores soviéticos del momento y que en aquella época residía en Berlín, dio a la imprenta, entre 1919 y 1924, más de una novela de ciencia-ficción, una de ellas por lo menos, excelente: El trust D. E. (D. E. son las iniciales de dos palabras rusas que quie¬ren decir «abajo Europa».) Esta novela de anticipación describía la conquista de Europa por el capitalismo americano en términos singularmente proféticos. Ahora es absolutamente imposible encontrarla. Es de esperar que un editor tenga la sagacidad de editarla de nuevo.
En aquella época heroica de la ciencia-ficción sovié¬tica, las dos obras más célebres fueron las del gran Aleksej Tolstoj: Aelita, y La hipérbola del ingeniero Garin. La primera es un relato fantástico sobre un viaje a Marte a bordo de un cohete. La segunda cuenta la lucha que se desarrolla en torno a un invento, que recuerda mucho al «rayo de fuego» de Wells. Hace poco, un apa¬rato semejante, destinado a cortar las planchas de blin¬daje, ha sido construido en una fábrica moscovita, y no hay que asombrarse de que haya sido presentado a la Prensa justamente con “la hipérbola del profesor Garin”.
Entre los otros autores de la época heroica (1921-1925) de la ciencia-ficción rusa, hay que citar también a Va¬lentín Kataev (que es el autor de Tiempo adelante, ade¬más de Los disipadores y de Blanquea una vela solita¬ria) y G. Bulgakov. Kataev se ha convertido de inmediato en uno de los más autorizados exponentes de la litera¬tura soviética. La carrera de Bulgakov ha sido, sin em¬bargo, menos afortunada. A pesar de ello, uno de sus relatos, al menos, Los huevos malditos, es verdadera¬mente notable. Durante un experimento científico, un zoólogo descubre casualmente unos huevos de reptiles prehistóricos. Los huevos son incubados y los reptiles que salen de las cáscaras se pasean por la tranquila cam¬piña rusa, a pesar de las medidas draconianas tomadas por las autoridades.
Fue también en esta época heroica cuando el público soviético conoció a K. Ciolkovskij (1857-1935). En sus relatos de ciencia-ficción, la fantasía no ocupa realmente mucho sitio. Los personajes humanos son pocos, la ac¬ción nula. Todo lo más, se trata de sueños, monólogos en voz alta. De todas formas, sus páginas no merecen el olvido. Otro científico eminente, el académico Obrucev, también escribía relatos de ciencia-ficción por aquellos años. Obrucev fue geólogo, geógrafo y explorador. Destacó entre los más importantes de nuestro siglo. Sus obras literarias son más bien ingenuas, y, en ciertos as¬pectos, pueden recordar al americano Edgar Rice Burroughs, el inventor de Tarzán. Obrucev describe civilizaciones perdidas en tierras desconocidas o, a veces, en las entrañas de nuestro globo. Con ocasión de una re¬ciente reedición de sus obras, Obrucev (que ha muerto en 1959, a los noventa y cinco años) escribió un prólogo, en el que admitía que la mayor parte de las hipótesis formuladas por él en aquellos libros habían sido des¬mentidas luego por el progreso científico. Sucede, con frecuencia, en la ciencia-ficción. Pero esto no quita nada al valor poético de la obra de Obrucev.
El final de la edad heroica vio nacer a un verdadero y completo autor de ciencia-ficción, un Julio Verne ruso. Su nombre es Alexandr Beljaev, muerto en 1941 dejando una cuarentena de novelas y un centenar de relatos. Es un escritor muy «verniano». Pero con una diferencia, Beljaev es menos materialista y racionalista que Julio Verne. Escoge temas como la telepatía y la levitación, y da de ellos explicaciones científicas o seudo científicas. Esta curiosa tendencia a un idealismo filosófico es, por lo demás, frecuente en la ciencia-ficción soviética; pero ya tendremos ocasión de volver sobre este punto. Representa, en mi opinión, una reacción contra el mate¬rialismo oficial y una manifestación, bastante elocuente, del espíritu de libertad de la fantasía científica. Beljaev ha tocado todos los temas de la ciencia-ficción, pero nunca el del viaje en el tiempo. También en esto tiene puntos de contacto con Verne. Como Verne, Beljaev vive, asimismo, en un universo newtoniano y considera al tiempo como una constante. Las mejores novelas de Bel¬jaev son: Ariel, El salto a la nada, La estrella Kec, El maestro del inundo, El hombre anfibio y El último superviviente de la Atlántida.
Uno de los libros menores de Beljaev, La guerra en el éter, conoció un momento de celebridad, al saberse que el Pentágono estaba buscando un ejemplar a cual¬quier precio. Los estrategas americanos creyeron ver en él una anticipación de la derrota militar de Estados Unidos, victimas de un ataque de cohetes rusos apoyados por la aviación y las armas electrónicas. Pero La guerra en el éter termina con un brusco despertar del prota¬gonista. Sólo ha sido un sueño, una pesadilla, y en el mundo de la realidad, las dos grandes democracias, URSS y USA, no corren ningún peligro de hacerse la guerra una a la otra. Esperemos que, en este punto, Beljaev se haya mostrado un buen profeta. De pasada, indiquemos también que esta conclusión imita la de La guerra infernal, de los franceses Giffard y Robida.
Como la obra de Julio Verne, la de Beljaev es extre¬madamente sólida. Anticipa poco, y de forma racional e inteligente. Se encuentran en ella pocos errores cien¬tíficos.
Al igual que Verne, Beljaev se permite, a veces, asom¬brosas intuiciones poéticas. Fue, probablemente, el pri¬mer autor de ciencia-ficción que hizo resaltar que en la luna no hay noche, porque las rocas lunares remiten, por fluorescencia, la luz solar absorbida. Tal fluorescen¬cia fue descubierta, efectivamente, más tarde. Política¬mente se ha mostrado buen profeta, en particular en lo que concierne al nazismo en Alemania,
En cuanto a los valores de estilo, la obra de Beljaev es sólo honesta. Pero ha provocado muchas vocaciones científicas por lo que merece ser considerada como uno de los fundamentos, una gran etapa de la ciencia-ficción.
Entre los grandes autores mundiales del género, sólo uno ha ejercido una influencia que pueda ser comparada con la de Beljaev: el americano Robert Heinlein. La vida de Beljaev fue un ejemplo de valor. Nació el 22 de mar¬zo de 1884, en Smolensko. Soñó en ser el primer hombre que pudiese volar con alas propias, el primero capaz de construir una máquina volante cuya fuente de energía fuesen los músculos humanos. Los especialistas no han considerado una máquina volante de esa clase del todo imposible; se han realizado tentativas en Inglaterra y con cierto éxito. A los catorce años, Beljaev intentó el primer experimento, saltando desde el techo. Se rompió la columna vertebral. No se pudo levantar de la cama hasta 1922, y durante el resto de su vida llevó un chaleco ortopédico. Su enfermedad tuvo frecuentes recaídas y empeoramientos, pero eso no le impidió ser el primer director de un asilo de infancia; luego, inspector de po¬licía, bibliotecario y consejero jurídico de un ministe¬rio. A partir de 1925 se dedicó exclusivamente a la cien¬cia-ficción. Casi nunca salía, y trabajaba con una energía implacable. Murió de hambre durante la guerra, el 6 de enero de 1942. Se mantenía al corriente de todas las novedades científicas con admirable celo. No dudaba en inventar, pero siempre partiendo de datos exactísi¬mos. En su novela El ojo submarino, aparecida en 1935, describe la televisión submarina con tal precisión, que algunas de sus páginas podrían muy bien haberse publi¬cado en una obra de divulgación de 1960. En general, las novelas de Beljaev se desarrollan en nuestros días. Pero hay excepciones. Por ejemplo, El laboratorio W está ambientada en el año 2000, y en ella está descrita una de las posibles civilizaciones futuras de la ciencia-ficción. En el mismo libro se encuentran ideas notabilísimas sobre la posibilidad de una prolongación de la vida humana.
Es natural, por lo tanto, que Beljaev se interesase por la obra de Julio Verne. En efecto, fue él el primer traductor en ruso del relato, poco conocido, de Verne que se titula La jornada de un americano en el año 2889.
Bajo ciertos aspectos, algunos relatos de Beljaev recuerdan también la divulgación de la física hecha por el americano Georges Gamow. Igual que Gamow, Beljaev imagina una variación local de las leyes naturales: la velocidad de la luz disminuye, cambia el peso, un trozo de materia de una estrella blanca enana llega a la tierra. En conjunto, la obra de Beljaev merece, ampliamente, el esfuerzo de una traducción.
Aunque la obra de Beljaev sea válida en su conjunto, es difícil señalar una obra maestra entre sus novelas o relatos. Por el contrario, la novela de Jurij Dolguzin El generador milagroso merece ese título. Publicada en el suplemento de un periódico en 1949, fue reeditada en 1959, tras cuidadosos retoques realizados por el autor. El libro viene precedido de un prólogo, en el que el autor reivindica para el escritor de ciencia-ficción el derecho a crear pasados imaginarios y universos para¬lelos. La obra ha sido bien acogida por la crítica sovié¬tica. Y su lanzamiento no se ha hecho en una colección para muchachos, sino a través de la Casa Editorial Pedagógica, de seriedad reconocida.
El caso es sorprendente, porque la novela se apoya en argumentos netamente «idealistas». Trata, en efecto, de lo que los americanos llaman “parasicología” o, di¬rectamente, «psionica». El tema es el de la telepatía, o sea, el de la transmisión del pensamiento, el poder del pensamiento a distancia y hasta de la resurrección de los muertos. Aún más, la base intelectual de la novela reside menos en la ciencia-ficción que en la alquimia. Ciertas ideas sobre la vida de la materia podrían ser suscritas por alquimistas modernos, como Eugenio Canceliet o Rene Alleau. La novela tiene, además, caracte¬rísticas absolutamente extraordinarias, por la compleji¬dad de la intriga, el nivel del «suspense», la descripción de los personajes. El estilo es notable. Se trata, pues, de una auténtica obra de arte de la ciencia-ficción, de una obra fundamental. El autor nació, en 1896, en el Caucazo. Su abuelo había sido un celebérrimo revolucionario, que murió en las prisiones del zar. Dolguzin combatió con los partisanos en la guerra contra los blancos hasta 1921. Empezó a escribir en 1925 y la primera versión de El generador milagroso lleva la fecha de 1936. Fue llama¬do a las armas en 1941. Cayó herido en 1942. En el hos¬pital escribió un relato, Con un fusil contra los carros armados, que aquel mismo año obtuvo un premio lite¬rario. Terminada la guerra, se ocupó, principalmente, de divulgación científica, y se hizo célebre por dos libros de esta especialidad: En las fuentes de la nueva biología y En el corazón del mundo viviente. Lo que más impre¬siona en El generador milagroso es la enorme cultura del autor, tan a sus anchas en la electrónica como en la biología. Una cultura de esa clase falta en la mayor parte de los autores occidentales,
Si el autor de El generador milagroso tuviese en su haber una obra conjunta más importante, seria, sin duda, un grande de la ciencia-ficción a escala mundial. Pero aparte de El generador milagroso, sólo nos ha dado hasta ahora un largo relato: El secreto de la invisibilidad. Demasiado poco para que sea posible incluir al autor en el grupo, por otra parte muy restringido, de los maes¬tros de la ciencia-ficción. Sin embargo, esta calificación puede aplicarse con todo merecimiento a otro escritor, del que hablaremos ahora: I van Efremov.
Efremov es paleontólogo. La paleontología es una dis¬ciplina científica que, con frecuencia, proporciona exce¬lentes autores a la ciencia-ficción. Por ejemplo, el mejor autor del género en Francia, Francis Carsac, es también paleontólogo y antropólogo. La obra de Efremov es con¬siderable. Un relato suyo, El camino de diamantes, pu¬blicado en 1941, ha provocado búsquedas y expediciones científicas que han conducido al descubrimiento de in¬mensos yacimientos de diamantes en Siberia. Esta ha sido una de sus mejores anticipaciones. Una de las co¬lecciones de narraciones de Efremov, Relatos de ciencia-ficción, ha sido traducida a veintitrés lenguas, incluido el japonés. Pero los títulos de Efremov, para el puesto de grande de la ciencia-ficción rusa (y, de paso, de la literatura soviética contemporánea) reposan sobre tres obras: Naves de estrellas, La nebulosa de Andrómeda y El corazón de la serpiente. La nebulosa de Andrómeda es una novela; las otras dos constituyen largas narraciones. Las «naves de estrellas» de que habla Efremov no son astronaves, sino galaxias. La astronomía moderna demuestra que las galaxias, las vías lácteas, sólo son un gas, y que se mueven y, a veces, se acercan unas a otras. Efremov imagina que hace millones de años una galaxia había atravesado la nuestra. Tales colisiones se producen realmente y constituyen una de las fuentes de los rayos electromagnéticos celestes. Efremov supone que, en el momento de una de estas colisiones, una estrella se acercó a nuestro Sol, hecho suficiente para producir una relación entre ambos sistemas. Seres inteligentes de otra galaxia descendieron así a una Tierra de la que el hom¬bre aún estaba ausente, mataron a algún dinosaurio y dejaron su imagen incisa en una plancha de metal sen¬sible a las radiaciones nucleares. Esta plancha será des¬cubierta y estudiada por dos científicos de nuestra época, y así sabrá el hombre —con absoluta certeza— que no se halla solo en el universo. Esta será la prueba de que otras mentes, otras inteligencias, existen en el gran cielo estrellado. El relato es una de las obras maestras del realismo fantástico. Su posibilidad es perfecta, y abre, incluso, otros horizontes absolutamente inéditos. Cual¬quiera que lo haya leído una vez verá, desde entonces, el universo con un aspecto nuevo.
La nebulosa de Andrómeda es una obra larga e infi¬nitamente más ambiciosa que Naves de estrellas. Ha sido violentamente atacada por una parte de la Prensa soviética y, de modo particular, por el influyente Perió¬dico Industrial y Económico. El motivo es que se trata de una novela desarrollada en un futuro tan lejano, que nuestros actuales conceptos políticos y los nombres de los grandes hombres de nuestra época ya han sido olvi¬dados. Nadie se acuerda ya de Kruschev, ni de Marx, ni de Lenin. Pero los nombres de los dioses griegos están siempre presentes en los labios y en la memoria de los hombres, porque la belleza y el ideal son inmortales. En este mundo futuro, el hombre ya no está solo. La tele¬visión interestelar le pone en contacto con otros plane¬tas, habitados por seres que son superiores a él. Poco después de la publicación de La nebulosa de Andrómeda, los americanos pusieron en práctica un proyecto desti¬nado precisamente a realizar un enlace radiofónico in¬terestelar. He aquí cómo, una vez más, la ciencia-ficción ha triunfado sobre sus detractores.
Efremov describe minuciosamente este mundo futu¬ro. Las ciencias: unas matemáticas sin paradojas; una física dialéctica, una biología que ya ha resuelto los se¬cretos de la vida. Las técnicas: aeronaves que se alimen¬tan de una propulsión proporcionada por una materia en la que las relaciones mesónicas han sido eliminadas, y que permiten viajes a las estrellas; máquinas casi in¬teligentes; la síntesis de los alimentos. La vida cotidiana de estos hombres y de estas mujeres libres está descar¬gada de las preocupaciones que pesan sobre nosotros, pero no siempre son felices. La nebulosa de Andrómeda, la galaxia más próxima a la nuestra, domina el libro, conjunto de meta y símbolo. Los personajes intentan abolir las barreras del espacio y del tiempo, a fin de abrir en el cosmos una puerta que conduzca directamente a la nebulosa de Andrómeda. Al fin lo conseguirán, pero al precio de una catástrofe.
El corazón de una serpiente es la continuación de La nebulosa de Andrómeda. Los hombres han aprendido a abrir las puertas en el espacio y en el tiempo y sus astronaves penetran en el espacio a millones de años-luz de nuestro Sol. En el corazón de la constelación de la Serpiente, una de estas astronaves encuentra un navío de los grandes galácticos, seres cuya existencia había sido revelada por comunicaciones de radio y que son superiores al hombre, de la misma forma que el hombre es superior al animal. En una bellísima página del libro, los terrestres deciden, finalmente, ponerse en contacto con los grandes galácticos:
«En nuestros viajes a través del espacio nunca hemos matado, ni saqueado, ni colonizado. Nos presentamos ante las otras inteligencias con las manos limpias.»
El contacto se produce, y los hombres ven finalmen¬te, cara a cara, a los grandes galácticos. Pero es necesario que el encuentro tenga lugar a través de una barrera de plástico transparente, pues aunque los gran¬des galácticos tienen forma humana, su carne está for¬mada de moléculas a base de flúor, y al contacto de su aliento todos los objetos de nuestro mundo correrían el peligro de incendiarse. A pesar de todo, aun a través de esta barrera, se logra establecer contacto espiritual. Los grandes galácticos entregan a los hombres un plano tri¬dimensional, en el que están indicados todos los planetas dotados de oxígeno, habitables para el hombre, con el símbolo universal de este elemento: un núcleo, ocho electrones. En lo sucesivo, la expansión de los hombres en el universo ya no se hará desordenadamente.
Estos tres relatos se hallan muy por encima del nivel internacional de la ciencia-ficción. Están escritos por un adulto para lectores adultos. Son obras nobles en toda la acepción del término.
Efremov es el mejor, pero no el único escritor de ciencia-ficción que presenta a la vez una producción copiosa y de calidad. Si tuviese que indicar al número dos de la clasificación, pensaría inmediatamente en mi amigo Alexandr Kazancev.
Kazancev es, en realidad, más conocido en el mundo del ajedrez que en el de la ciencia-ficción. Los variados problemas ajedrecísticos que ha compuesto le han va¬lido una fama mundial. Y su obra literaria revela que ha sido ideada por un jugador de ajedrez. Las intrigas de las novelas de Kazancev —La isla en llamas, Un sueño ártico, El puente, etc. — son siempre extremadamente complicadas. A mi entender, les perjudica el exceso de complicación. Kazancev da lo mejor de sí mismo con tramas más sencillas. Por ejemplo, su reciente novela, Una carretera en la Luna. Pero en sus obras aparecen también dos características típicas de su autor: el valor y la generosidad. El héroe de El puente crea una aso¬ciación para la amistad ruso-americana en un momento político desfavorable, y esto le procura los peores males, Recordaré siempre una frase que Kazancev me dijo du¬rante una discusión que tuvimos en París no hace mucho tiempo. Le rogaba que se convenciera de que entre nosotros había ya hombres del mañana, cuando me con¬testó:
«Acabo de regresar de una peregrinación al monte Valérien, a las tumbas de los partisanos fusilados. Los que cayeron allí son los proyectiles de la reacción. Aque¬llos sí eran hombres del futuro. En cualquier parte de la tierra, el hombre del futuro se reconoce en el hecho de que, está dispuesto a luchar y a morir por el futuro.»
El propio Kazancev es un ejemplo de estos hombres siempre dispuestos a luchar por el porvenir. Durante más de diez años se afanó en demostrar que el gran meteorito que en 1908 explotó sobre Siberia era en realidad una astronave ínter planetaria de propulsión nu¬clear. Esta convicción le ha proporcionado muchas reconvenciones y burlas por parte de los pontífices de la ciencia oficial. Efectivamente, las investigaciones han probado que no es posible encontrar astillas de aquel meteorito, que, sin duda alguna, fue un fenómeno extre¬madamente anormal. Se explicó que se trataba de un cometa cargado de energía, un trozo de antimateria pro¬cedente de un anti universo infinitamente lejano, quizá — ¿quién sabe?— una astronave interplanetaria. Exacta¬mente, lo que Kazancev había dicho desde el principio.
La obra de Kazancev está llena de ideas técnicas perfectamente válidas. Su túnel flotante para unir Estados Unidos y la URSS a través del estrecho de Bering, ha sido tan bien estudiado, que muchos ingenieros se interesaron por él. Su acumulador portátil, que explota la superconductividad, será realidad algún día. Sus per¬sonajes no son siluetas o títeres, son seres vivos. Nadie como él ha hecho tanto por la ciencia-ficción, publicando antologías, haciendo traducir autores extranjeros de va¬lor como Ray Bradbury, sosteniendo en Pravda las ra¬zones del género. Tiene esperanzas de fundar una revista mensual consagrada únicamente a la ciencia-ficción.
Los escritores de los que hasta aquí hemos hablado, y sobre todo Efremov y Kazancev, atraviesan las fronteras de lo fantástico y las rebasan ampliamente. Pero Vladimir Nemcov y Georgij Gurevic tratan, al contrario, de ajustarse a la realidad y de producir obras que sirven directamente de inspiración a los ingenieros y a los labo¬ratorios científicos de investigación. Se consideran como los «public relations» de la ciencia de vanguardia, como la unión necesaria entre investigadores y soñadores. Lo que no les impide poseer dotes de escritores. Los lectores de esta antología podrán darse cuenta de ello leyendo el relato de Nemcov, La esfera de fuego.
La posición de estos escritores ha provocado en la URSS vivas controversias. Algunas revistas los han acu¬sado de falta de fe y de entusiasmo, así como de ser rápidamente superados por los progresos científicos. Es indudable que mientras Nemcov se afana en describir tas ascensiones en globo estratosférico, los sputniks giran alrededor de la Tierra, los cohetes alcanzan la Luna, los planetas artificiales empiezan a girar alrede¬dor del Sol. Sin embargo, no es menos cierto que las ideas de Nemcov sobre el modo de captar la energía solar expresadas en su novela, Un fragmento de sol, son del todo excelentes. Ni que la idea de Gurevic para ex¬plorar los océanos, no con un batiscafo, sino con una máquina extremadamente plana, dotada de circuitos im¬presos, sin riesgo de aplastamiento, porque la presión es la misma sobre las dos caras, es técnicamente irre¬prochable. Por lo demás, ambos autores han buscado, como continuación de los recientes progresos de la cien¬cia, ampliar su registro y lo han conseguido muy bien.
Así Nemcov, en La última etapa desarrolla una tec¬nología bastante interesante para captar las energías cósmicas. Se envían al espacio cohetes que contienen materia inestable, cuyos núcleos puedan ser activados por rayos cósmicos primarios. Luego se intenta el re¬greso de dichos cohetes hacia la tierra. Entonces se provocará la desintegración de tal materia, y de ella se extraerá toda la energía. Es energía útil el «carbón» estelar. En torno a esta idea, Nemcov ha concebido una óptima trama de aventuras, aunque haya evitado —como indica expresamente en el prólogo— los monstruos ga¬lácticos y las intrigas de espionaje.
Paralelamente, la más reciente novela de Gurevio, Nacimiento de un sexto océano, dedica su atención a un argumento de vanguardia: la transmisión de la energía a distancia a través de la ionosfera. Se aprovecha de ello para exponer un plan sensacional para la potenciación de los países subdesarrollados, gracias a un sistema de suministro directo de energía eléctrica a partir de cen¬trales situadas en los países más progresistas y con el personal técnico necesario. Los receptores son comple¬tamente automatizados y emiten de inmediato corriente de tipo clásico, de consumo fácil. Es una idea muy esti¬mulante. Si un día pudiese llevarse a la práctica, no existirían más países subdesarrollados, y muchos de los problemas que nos afligen desaparecerían. Gurevic no es tan buen narrador como Nemcov. En sus novelas no ha sabido evitar los acostumbrados espías extranjeros, tópico que hace perder mucho interés a su libro, cual¬quiera que sea su ideología política. Pese a todo, El nacimiento de un sexto océano se lee con pasión.
Hemos pasado lista a los cabezas de serie de la ciencia-ficción en la URSS. Además de estos maestros, hay muchos jóvenes, algunos de ellos incluidos también en esta antología. Por ejemplo, Arkadij, Boris Strugakcij, A. Dneprov y Vicktor Saparin. Estos jóvenes son, muy frecuentemente, investigadores científicos, que aprove¬chan los últimos descubrimientos de laboratorio. Por eso, la más reciente ciencia-ficción soviética es de un tecnicismo extremo, y puede leerse con provecho aun para los especialistas. Es posible al mismo tiempo obser¬var el desarrollo en la URSS un «melodrama del espa¬cio», una fantasía de la aventura científica pura, y hasta la novela de espionaje con base científica.
En las relaciones de la Unión de Escritores soviéticos es fácil leer violentas inventivas contra este género na¬rrativo. Parecería, al leer estas relaciones, que se publi¬quen en la URSS, especialmente por parte de editores de provincias, obras semejantes en todo a las noveluchas adocenadas y de poco precio que en Francia salen a un ritmo de veinte o treinta al mes. Está claro que existe un total interés en sustituir esta producción decadente por ciencia-ficción de calidad o menos por novelas de aventuras que se lean con gusto. Quizá por esta razón las traducciones de autores americanos como Edmond Hamilton, Murray Leinster y H. Beam Piper, encuentran un merecido éxito en la Unión Soviética.
Aún no existe una revista mensual soviética consa¬grada únicamente a la ciencia-ficción. El mundo de las aventuras actualmente aparece sólo una vez al año, aun¬que en la forma de un gran tomo.
Dos revistas mensuales, Técnica para jóvenes y Saber es poder, publican regularmente novelas y relatos de ciencia-ficción. La importante revista tecnológica, Inven¬tores y racionalistas, publica en casi todos los números un relato de ciencia-ficción. Las revistas de literatura general, como Jóvenes o Neva, publican con frecuencia temas sobre fantasía científica. Además, existen un gran número de novelas, de colecciones de relatos, y de anto¬logías. Entre los más recientes volúmenes de relatos, A través del tiempo, de la Zuravleva, tiene interés par¬ticular.
En conjunto, la situación de la ciencia-ficción en la URSS es mejor que la estadounidense, donde de treinta y cinco revistas de ciencia-ficción que existían en 1955, sólo quedaban en 1960 unas siete, aproximadamente.
No es raro oír todavía en la URSS cómo adversarios y paladines de la ciencia-ficción expresan un cierto des¬contento. Todos parecen de acuerdo en afirmar que la producción de ciencia-ficción en la URSS no es aún sa¬tisfactoria, en calidad o en cantidad. En el plano cuanti¬tativo, se nota que tal deficiencia obliga a ciertas revistas y periódicos a publicar, como suplemento, obras absolu¬tamente reaccionarias, mal escritas, llenas de espectros, de fantasmas, de vampiros. En el plano de la calidad, la lamentación más frecuente es la falta de personajes hu¬manos, la ausencia, la amplitud de miras y la pobreza de fantasía, la insuficiencia de las construcciones utópi¬cas. Pero me siento tentado de objetar que es preciso ya mucho valor para publicar, en la Unión Soviética, novelas que se desarrollen «después» de la época comunista. Desearía resaltar también que un cierto número de escritores de ciencia-ficción, en particular el Dudincev, de No sólo de pan se vive (1) y de Cuento de Año Nuevo o el Gurevic (2) de ¿Qué tiempo hace bajo tierra?, han llegado mucho más allá de la crítica constructiva y de la protesta social de cualquier otro escritor soviético. No es un pequeño título de gloria.
En suma, para terminar, quisiera señalar que, con¬trariamente a cuanto suele decirse y escribirse, existe también en la Unión Soviética una literatura de fantasía, de imaginación pura, sin justificaciones racionales. Un bellísimo ejemplo de este género es la colección de nove¬las y relatos de Aleksandr Gris (Grinevskij). En parti¬cular, El que corre sobre la ola y El mundo chispeante. Grin, que fue amigo de Gorkij, es ahora admirado e incluso imitado por ciertos jóvenes escritores soviéticos. No debe excluirse la idea que un día no muy lejano se vea aparecer en la URSS una obra semejante a la de la americana Catherine L. Moore.

(1) No es insensato considerar novela de ciencia-ficción a No sólo de pan se vive. En efecto, la estampadora continua de tubos metá¬licos imaginada en el libro transformaría radicalmente los problemas planteados en la construcción de nuevas ciudades. Por otra parte, una máquina de este tipo ha sido construida por el ingeniero Godenne, en las acerías del Escalda, en Francia. Actualmente está en fase de pro¬totipo.

(2) Una nueva novela de Gurevic, El primer día de la creación ha sido publicada por entregas en Técnica para jóvenes. Se trata de una utopía avanzadísima. Ingenieros planetarios cortan a pedazos los pla¬netas gigantes del sistema solar, para obtener pequeños mundos se¬mejantes a la Tierra y habitables por el hombre. La idea ha sido seriamente propuesta por el astrónomo americano Zwicky. Gurevic se adentra en particulares tecnicismos muy sutiles y crea, además, una serie de personajes válidos desde el punto de vista psicológico, aunque sean muy distintos del género humano terrestre. El primer día de la creación reúne todos los méritos para ser considerada como un acontecimiento de la ciencia-ficción soviética."

Jaques Berguer
(Lo Mejor de la Ciencia Ficción Rusa)




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